No es cosa insólita que desde distintas disciplinas científicas se analicen ciertos procesos sociales con el enfoque del psicologismo, identificando con frecuencia los desencadenantes de dichos procesos con el resultado de determinados trastornos delirantes o perturbaciones mentales que se extienden progresivamente entre la sociedad. De este modo se ha explicado en ocasiones el auge, la consolidación y algunas consecuencias de los totalitarismos políticos. Es desde esta perspectiva, por poner un ejemplo, desde la que el psicólogo y escritor italiano Luigi Zoja (1943) analiza la dictadura argentina. En su examen de ese periodo histórico sostiene que «un programa delirante y omnipotente de reeducación de la sociedad está implícito en el robo de hijos de desaparecidos y su entrega a padres ideológicamente “justos” para la dictadura. Cometer un crimen como el secuestro de recién nacidos porque se piensa en darles una educación “políticamente correcta”, me parece una forma extrema de paranoia preventiva». Éste y otros discursos análogos orbitan entorno a la idea de realidad, sugiriendo que su distorsión está causada por el desarrollo de un trastorno o desorden mental concreto y diagnosticable.
En la España de hoy sería fácil caer en la tentación de exponer los desmanes y perversiones del nacionalismo que nos atenaza sencillamente como el efecto de una paranoia de tipo mixto, acaso entre el tipo «megalomanía» y el tipo «persecutorio», que se ha expandido durante décadas hasta convertirse en una «paranoia colectiva». Observando la conducta de una parte de la sociedad catalana, esta propensión hacia el prisma psicológico parecería plenamente justificada. Si no, qué otra explicación cabría para esa enardecida inquina hacia todo lo español; cómo se comprendería la credulidad infantil con la que los fieles adeptos nacionalistas embaúlan y profesan una historia ficción; o de qué otro modo se entendería que éstos no se avergüencen y cejen ante las más flagrantes contradicciones frente a las que la pertinaz realidad les pone cada día. En este sentido, el lúcido actor y dramaturgo Albert Boadella (Barcelona, 1943) afirmaba que: «El nacionalismo es una epidemia de muy difícil tratamiento, pues utiliza la paranoia como razón esencial de sus tesis».
Con todo, a mí me trae sin cuidado si los próceres y prosélitos del separatismo catalán adolecen de algún tipo de trastorno mental severo, toda vez que no pretendo llevar a cabo ahora una mirada introspectiva o un estudio psicoanalítico; tarea que por lo demás carecería tanto de rigor como de importancia, pues la idea de realidad es mucho más compleja. Al contrario, considero que el núcleo de la crítica debe estar en las ideas confusas que enturbian la polémica sobre el presente de nuestra nación. Ideas tan imprecisas, de naturaleza tan diversa y tan repetidas como «derecho a decidir», «libertad», «financiación injusta», «expolio», «hechos diferenciales», «independencia» o «pertenencia a Europa», tras las cuales late siempre una la realidad mucho más mundana; más prosaica, si se quiere. Por tanto, escaso rigor crítico tendría, a mi juicio, conformarse con tildar de delirante o paranoico el que no se cumplan las sentencias de los altos tribunales de justicia; el que se considere el español una lengua extranjera en la Cámara autonómica; el que la educación esté completamente trufada de embelecos y falacias que alimentan la ignorancia y el odio a partes iguales; el que la ANC (Asamblea Nacional Catalana) inste al presidente de la Comunidad Autónoma a tomar el control de fronteras, aeropuertos y seguridad tras declarar unilateralmente la independencia; o el que se pretenda crear, por extravagante que parezca, una Marina o una Hacienda propia. Hay que decir que todo esto puede traer graves consecuencias, que éstas serían reales y que su solución se hallaría muy lejos del diván de los psicoanalistas al uso. Y puesto que el lenitivo para la mentira y la injuria nacionalista no se despacha en forma de medicamento, sólo caben altas dosis de realismo bien explicado. Procuraré precisar esto con un caso reciente. A la luz de las noticias que hemos ido conociendo en las últimas fechas, parece que se confirma el escandaloso latrocinio que durante décadas llevó a cabo la distinguida saga de los Pujol. Hace pocos días el ex presidente de la Generalidad, Jordi Pujol, confesó un fraude continuado al haber ocultado en el extranjero dinero al fisco durante más de 30 años. Bien, pues conforme a lo dicho, sería absurdo enfrentarse a este repugnante saqueo como si estuviéramos ante un enajenado mental o un paranoico. Si la afilada realidad del vil metal ha desgarrado sin clemencia la poco consistente cota de malla que se fabricaron los Pujol a base de jirones de senyera, para esta familia no cabría el sanatorio mental sino el centro penitenciario.
Todo lo existente queda englobado por la idea misma de realidad, de modo que interpretar cuanto acontezca únicamente desde el enfoque del psicologismo es, cuando menos, insuficiente. La realidad, insisto, es compleja. Faltará que quienes tienen por obligación no distanciarse de ella, asuman la labor de explicarla con claridad, sin ambages, sin recurrir al circunloquio psicologista. No obstante, se me antoja que esto no será tan sencillo, habida cuenta de cómo algunos alfeñiques poco ilustrados se refieren a determinadas ideas que deberían ser claras y distintas. Hace sólo unos días, pongo por ejemplo, Pedro Sánchez (PSOE) afirmaba que «el verdadero ser de España es federal»; algo que es tanto como afirmar que España es lo que nunca ha sido. No parece fácil, en suma, que con el marasmo intelectual de nuestros representantes políticos la lidia contra nacionalismo acabe en triunfo. Acaso, aprovechando la reciente festividad de nuestro patrón, habrá que repetir aquello de «Santiago y cierra, España».
Francisco Javier Fernández Curtiella.