La interminable polémica acerca de la unidad y la identidad de España, que se concreta en un complicado problema nacional de todos conocido aunque poco comprendido, ha dado un nuevo vigor a un verbo que ha hecho estragos en todo el orbe: sentir. Pocas palabras tienen tanto prestigio como esta, desde el momento en que se le invoca como argumento en las discusiones acerca de política. «Yo no me siento español, me siento europeo», dice los españoles con sonrisa cómplice y gran tranquilidad, como si de esa forma pretendieran zanjar la cuestión. En nombre de los sentimientos, parece, se trata de eludir la participación en determinada proyecto, España, al mismo tiempo que se declara el entusiasmo por otras causas: la diosa Europa (cuya existencia es de sentido común no cuestionar) o bien la comunidad autónoma o aun el barrio que se prefiera.
Desde luego, no cuestionamos aquí los sentimientos de la gente. Al contrario, abogamos por devolverlos a su justa dimensión, la de ser pulsiones acaso de la mayor trascendencia en ciertos contextos, aunque irrelevantes cuando se habla de política. Sentir es asunto capital en momentos cruciales de la lírica («Quiero escribir, y el llanto no me deja»), la psicología (la irrefrenable culpa de Raskólnikov ante su crimen) y hasta la medicina (el estrés como causa de las enfermedades más variopintas, como aseguran los médicos, ya se verá con cuánto tino). Pero aquel que diga que el verso es irracional por antonomasia se equivoca, como si construir poemas no fuera una actividad tan racional como la forja del hierro.
Algún día tendrá que explicarse cómo fue que el sentimentalismo se enquistó con tal fuerza en la órbita de lo político, hasta el grado de fagocitarlo todo. De tal forma que la apelación a los sentimientos no pocas veces desplaza el debate de las ideas.
Cuando se invoca el sentimiento poco puede hacer la política, desde que el triunfo del corazón y sus latidos, digamos, plantea problemas que no son para nada sencillos: ¿cómo se evalúa la fuerza de los sentimientos? ¿Con el llanto, el puño en alto, el grito? Todavía más: ¿cómo se comprueba la veracidad de esos sentimientos?
«¿Qué novela te ha conmovido hasta el llanto?», me preguntaba en una ocasión, sin el más mínimo asomo de ironía, un crítico literario de prestigio, con formación universitaria. Él, desde luego, tenía la suya, que con el bautizo de las lágrimas había recibido el mayor elogio que una obra de arte podía merecer. El resultado: crítica literaria para llorar. Y política para llorar.
El resultado es una confusión de ámbitos que nos sitúa en la antesala del desastre: el individuo carga con los sentimientos como ariete y no hay quien lo pare. En la crítica literaria, ya lo vimos, se privilegia el lector hedónico, que busca el placer y cuando no lo encuentra, cuando no se siente entretenido y feliz, loco de contento con la lectura de un libro, no duda en calificarlo como bodrio. De la misma forma la gente se aburre de su país, suerte de digresión innecesaria.
Semejante operación, el realce inoportuno de los sentimientos y el placer, lo corroe todo, hasta las verdades: la gente asume que aquello que siente tiene por fuerza que ser respetado, como si el sentimiento fuera incuestionable. Una verdad, para serlo, tiene que ser contrastada, sometida al examen más minucioso. Los sentimientos llevan la ventaja porque para ser respetados no precisan análisis, les basta con existir.
También es verdad que en no pocos momentos de la historia, los sentimientos fueron invocados como constitutivos de una determinada idea de nación: «Sentimientos de la nación» (1813), se llama la obra de José María Morelos, uno de los insurgentes de la Nueva España cuyas acciones militares desembocan en su eventual emancipación de la Monarquía Hispánica.
Pero ni el análisis de la retórica de Morelos ni de la soberanía política son cuestiones sentimentales, sino cuestión de entendimiento. No se trata de sentir sino de entender. O bien, quien reivindique los sentimientos ante todo que luego no se extrañe si la marea del sentimentalismo se vuelva en su contra y ahí donde tenga que imperar un orden jurídico, unas normas o un derecho, triunfe un corazón voluntarioso y para colmo traicionero. ¿Acaso en nombre del amor más sublime no se cometen crímenes? Y el primero de ellos es haber renunciado a la capacidad de calibrar los juicios en orden de obedecer sin más los dictados de un sentimiento tan cambiante como fantasmagórico. Hay amores que matan y a la vista hay países que agonizan.
Manuel Llanes