Domingo 14 de abril de 2019
Una de las cuestiones dominantes en el debate urbanístico de principios del siglo XX era el del tamaño de las ciudades. Se pretendía determinar el máximo de habitantes que podía albergar una ciudad sin que su número se convirtiese en un obstáculo para su correcto funcionamiento. La optimización de los recursos, desde un punto de vista cuantitativo, fue dejando a un lado las preocupaciones sobre lo cualitativo.
Paralelamente, el crecimiento en sí mismo se fue convirtiendo en una cualidad que implicaba condiciones positivas. El crecimiento, sin embargo, necesitaba un aumento de población que inevitablemente procedía de “otro lugar”, que se ignoraba. Que se despoblaba. El trasvase de ese excedente humano necesario para el “funcionamiento” del incontrolable “monstruo urbano” iría produciendo insensiblemente, sin pausa, un desequilibrio territorial, una despoblación de lo rural, que, desde la ciudad, no se tuvo nunca en cuenta. Desde las poblaciones “sirvientes”, tampoco se atajó el problema. Al contrario, siempre se vieron sometidas al “espejismo” de lo urbano, de la gran ciudad como paradigma de lo deseable, de la modernidad, del futuro. La carrera por ser la ciudad más grande, por atraer, en el fondo una mano de obra numerosa, sin cualificar, disponible por lo tanto, estaba ligada inevitablemente al despoblamiento de áreas cada vez mayores de zonas cada vez mas deprimidas por ello.
La cuestión se está haciendo insoportable en los dos polos de este desequilibrio desatado, difícilmente sostenible. Parece imprescindible, antes de un desastre de difícil solución, intentar el reequilibrio territorial, poblacional y de recursos, aunque sólo sea por pura supervivencia.
La creación sistemática de asentamientos colonizadores, de nuevas poblaciones, a lo que contribuyó eficazmente la planificación urbana y la arquitectura, hoy podría retomarse a otra escala, menor seguramente, para suturar las heridas, recuperar el tiempo perdido y su memoria, repoblar lo despoblado, garantizar los servicios y dotar de dignidad a las poblaciones olvidadas.
No se trata de pregonar electoralmente soluciones a problemas no entendidos, a situaciones sobrevenidas lentamente que requieren invertir los procesos, también lentamente y sin pausa, sino de poner en marcha mecanismo eficaces que, solventando los “pequeños” problemas cotidianos, den lugar a cambiar paulatinamente un modelo que inevitablemente se desarrolla por metástasis y por colapso.
Los desequilibrios nos están alcanzando de pleno. La España rica/ la España pobre. La superpoblación frente al vacío. La información excesiva contra la ignorancia de lo imprescindible. Desigualdades injustas, vergonzantes.
No es un problema de arquitectos. Es un problema humano y, por ello, también de arquitectos. Una cuestión de conciencia, de organización y de voluntades a la que podemos contribuir con nuestro trabajo. La sociedad civil, ese borroso entramado de intereses y de organizaciones de socorro mutuo, algo tendrá que decir al respecto, pues es un problema cuyas soluciones requieren de un esfuerzo colectivo. Los Colegios de arquitectos deben procurar atender a las necesidades patrimoniales, formales, constructivas, culturales en su mas amplio sentido, promoviendo organizaciones colectivas desde su tantas veces pregonadas competencias. Quizás coordinando pequeños equipos de geógrafos, etnógrafos, antropólogos, economistas, capaces de proponer alternativas viables, superando los límites administrativos y sus trabas, a veces irracionales. A problemas de raíces complejas, habrá que responder con soluciones imaginativas y sencilla de aplicación inmediata, enmarcadas en planes transversales de implantación a medio plazo.
Revertir el proceso no será fácil pero habrá que intentarlo. No basta la denuncia, aunque sea necesaria.
Miguel Angel Baldellou
Doctor Arquitecto por la ETSAM (Premio Extraordinario), Catedrático numerario de Composición arquitectónica desde 1986 y Profesor Emérito desde 2011
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