Un febrero más, Día de Andalucía y carnaval. Atribuiré carácter ilativo a esta expresión interpretando la conjunción «y» como una inferencia, como un llevar consigo, como un por lo que o un conque, y no como una mera adición o coexistencia entre dos términos. Así pues, cabría replantear: Día de Andalucía, así que carnaval. Por otra parte, tomaré el disfraz, el «artificio que se usa para desfigurar algo con el fin de que no sea conocido» (RAE, acepción primera), inherente a todo carnaval, casi como metáfora de lo que supone de deformación de la realidad histórica dicho Día.
El referéndum andaluz del 18 de febrero de 2007 –que, por cierto, registró una abstención del 63,72%– dio paso a la promulgación del actual Estatuto de Autonomía de Andalucía el 19 de marzo del mismo año, en cuyo delirante y extático preámbulo se dice: «Andalucía ha compilado un rico acervo cultural por la confluencia de una multiplicidad de pueblos y de civilizaciones, dando sobrado ejemplo de mestizaje humano a través de los siglos. La interculturalidad de prácticas, hábitos y modos de vida se ha expresado a lo largo del tiempo sobre una unidad de fondo que acrisola una pluralidad histórica, y se manifiesta en un patrimonio cultural tangible e intangible, dinámico y cambiante, popular y culto, único entre las culturas del mundo.». He aquí el manido disfraz de Cultura para coger una identidad realmente inexistente, un ropaje que lejos de mover a la hilaridad debería provocar bochorno. Pero este carnavalesco Estatuto andaluz aún necesitaba reivindicar a su padre, de modo que prosigue: «Andalucía ha vivido el proceso de cambio más intenso de nuestra historia y se ha acercado al ideal de Andalucía libre y solidaria por la que luchara incansablemente Blas Infante, a quien el Parlamento de Andalucía, en un acto de justicia histórica, reconoce como Padre de la Patria Andaluza en abril de 1983.». El tono a chirigota ya es absoluto. Al malagueño Blas Infante (1885-1936), de profesión notario en Sevilla, se le tiene habitualmente por un hombre de izquierdas, federalista y creador del andalucismo, al que unos falangistas fusilaron en los primeros compases de la Guerra Civil. Esto es casi todo lo que se recuerda –o se quiere recordar– del personaje en cuestión. No obstante, la verdadera dimensión del mismo va mucho más allá y no debería ser soslayada o encubierta. Blas Infante se fue sumergiendo en lo que él llamaba la «cultura de Al-Andalus» –aprendiendo la lengua árabe y leyendo la historia del rey poeta de Sevilla y de Córdoba, Al-Mutamid, al que posteriormente le dedicaría una de sus obras– hasta su conversión al Islam el 15 de septiembre de 1924. Parece que con esta conversión, Ahmad (nombre árabe que adoptó) quedaría completamente cautivado por la oscura idea de un «universo andaluz». En sus viajes por España –«punta de lanza de Europa contra Andalucía», según el ilustre Padre de la Patria– mostró una afinidad con el nacionalismo gallego y catalán que quedaría bien reflejada en su pensamiento político. Así, leemos en el Manifiesto de Córdoba de enero de 1919: «Que, al reformar la Constitución española en sentido autonómico, no se prive de este derecho a la región andaluza, a la cual deberá otorgársele una soberanía de igual intensidad a la solicitada por la Mancomunidad catalana, en su mensaje último al Gobierno.». Al principio del mismo se dice: «Sentimos llegar la hora suprema en que habrá que consumarse definitivamente el acabamiento de la vieja España, la cual va a desvanecerse como una sombra antes de que concluya este instante solemne de la vida mundial». Ya tenemos pues al Padre de la Patria del carnavalesco Estatuto andaluz disfrazado de musulmán separatista. Seguro que habrá quien quiera ver en la actitud de Blas Infante una sugestiva relación con una de las primeras apariciones escritas del vocablo disfraz en nuestra lengua (1542): «y la Discordia, que no supo dissimular con el rostro su pecado, paróse turbada -¡o cuán disfraz es no manifestar con el rostro el pecado!- y quisiera huir.».
Para quienes consideramos que la idea de patria tiene que ver fundamentalmente con el territorio que ocupa la sociedad política que históricamente se apropió del mismo –frente a otras sociedades políticas, procurando crear riqueza y salvaguardando su integridad– el planteamiento de Blas Infante resulta sencillamente aberrante; una deformación abyecta de la realidad histórica de Andalucía y, por tanto, de España. Sin embargo, y por desgracia, no es difícil observar hoy gestos políticos que la traslucen. Hace apenas unas semanas, la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, recibió en el palacio de San Telmo de Sevilla a una delegación marroquí compuesta por medio centenar de empresarios, mostrando –según el periódico El País– «su perfil más internacional». Este encuentro viene a sumase a la reunión que ya mantuvo la presidenta con el monarca Mohamed VI en su viaje a Marruecos el pasado mes de septiembre. Como situando en un plano de igualdad política a Marruecos y Andalucía, como disfrazando o desfigurando la realidad, Susana Díaz declaró: «Andalucía y Marruecos tienen situaciones geoestratégicas que nos tienen que permitir desarrollar vías de negocio comunes. Somos la entrada a dos continentes; nosotros a Europa y Marruecos, a África, y tenemos que sumar esfuerzos». Tal vez la presidenta, a las puertas de una Cuaresma de penitencia en forma de elecciones autonómicas, se quiso disfrazar de Blas Infante para unirse a la comparsa del carnaval andaluz. Ya lo decía Josele Santiago: «Voy derecho al desguace, con mi nuevo disfraz, voy vestido de barbaridad. Derechito al baile, me sobra carnaval».
Francisco Javier Fernández Curtiella