El pasado mes de noviembre la esposa del presidente de México, Angélica Rivera, se volvió la incómoda protagonista ya no de uno de esas telenovelas que le dieron fama, sino de un escándalo de las proporciones de una mansión enorme: se descubrió que era la supuesta propietaria de una casa valuada en 7 millones de dólares, una cantidad que exigiría una solvencia que Rivera, de una forma inverosímil, dijo poseer gracias a sus servicios como actriz exclusiva de Televisa, la mayor televisora de la Hispanoamérica y uno de los poderes fácticos de mayor calado en la República Mexicana.
Desde luego, los señalamientos apropósito de que en realidad el inmueble es propiedad de su marido no se hicieron esperar, lo cual se vio reforzado cuando se supo que la casa fue construida por una inmobiliaria propiedad de Juan Armando Hinojosa, contratista ganador de varias licitaciones cuando el presidente Peña Nieto se desempeñaba como gobernador del Estado de México.
Quienes hayan seguido el caso, sabrán que Rivera dio una airada y dudosa explicación por medio de un video oficial, en el cual notificaba que se proponía vender la propiedad, al mismo tiempo que dejaba claro que ella no tenía por qué dar explicaciones, lo que fue recibido con burlas en las redes sociales y con señalamientos acerca de la falta de prudencia de Rivera y su equipo.
El escándalo no pudo haberse desarrollado en peor momento, justo cuando en México se vive un clima de crispación por los 43 estudiantes de la escuela rural de Ayotzinapa desaparecidos en el estado de Guerrero, región asolada por la corrupción de sus gobernantes y los cárteles de la droga.
Angélica Rivera, ahora esposa de uno de los hombres más poderosos de México, empezó su carrera en 1987 como la ganadora de un concurso de modelaje y de inmediato se convirtió en la imagen de los comerciales de Videocentro, una compañía de alquiler nada menos que de películas en formato VHS, propiedad de Televisa. El destino de la joven, en ese entonces de cerca de 17 años, estuvo ligado a la televisora desde sus inicios y años más tarde ella se convertiría en una estrella de la misma.
Ahora, Rivera es una mujer de 45 años señalada por su complicidad en un caso de corrupción y, hay que decirlo, vejada en las redes sociales, donde se le insulta y se traen a colación las escenas de cama disponibles en la Internet en las cuales ella participó como actriz.
Ese es el verdadero tema que me interesa discutir: ¿hasta dónde es válido que Rivera, o cualquier persona en su condición, sea blanco de semejantes improperios? Como he dicho, insultos en las redes no han faltado al momento de juzgar a la actriz.
Para empezar hay que insistir en que la explicación de Rivera acerca del origen de su cuantiosa fortuna, que le habría permitido comprar una mansión más cara que las de varios actores de Hollywood, resulta ridícula. Luego resulta que la actriz y sus colaboradores, para salir al paso del escándalo, reaccionan con mentiras mal disimuladas y que insultan la inteligencia de la ciudadanía de un país que atraviesa uno de los peores momentos de su historia, con el avance al parecer irrefrenable del narcotráfico y la imposibilidad del gobierno de defender a su población de esta y otras amenazas. Peor todavía: se descubre una y otra vez la complicidad de los gobiernos con el crimen organizado.
En momentos como el actual, la explicación de Rivera, que además reacciona con suficiencia y de forma airada ante las críticas, es como un escupitajo a la cara, porque se le acusa de ser cómplice del enriquecimiento inexplicable de su marido.
Como primera dama, Rivera además es la presidenta del DIF, la institución de asistencia social supuestamente dedicada, entre otras cosas, al cuidado de los niños más desprotegidos. Sin embargo, ahora resulta que su presidenta es propietaria de una mansión que vale millones. Las palabras terribles de la gente, dirigidas a Rivera en las redes sociales, no son sino la expresión iracunda, aunque también con frecuencia humorística, de lo que se percibe, con justicia, como una afrenta.
Estamos ante la burla despiadada frente al poderoso pero que, además, pocos efectos políticos tiene. Es decir: difícilmente podrá derrocarse un gobierno o un sistema corruptos por medio del insulto o la caricaturización de quienes ocupan los más altos cargos. En todo caso, insultar a la primera dama es un mero paliativo con efectos más que nada psicológicos.
Buscamos la explicación detrás de los insultos, no los justificamos. Lo que decimos es que son un flaco consuelo de las multitudes que se saben despojadas y víctimas de un engaño más.
También hay defensores de Rivera, como el político del partido en el poder, Manlio Fabio Beltrones, quien dice que las críticas detrás de las críticas a la primera dama hay una actitud sexista. Pero el integrante del PRI elude decir que, sin perjuicio de que buena parte de las críticas son sexistas, lo que está detrás de las críticas es una mansión enorme capaz de alojar un sinfín de insultos.
Manuel Llanes