Escribo este breve texto el 2 de septiembre, un día después de que Gustavo Bueno (Santo Domingo de la Calzada, 1924) celebrara su cumpleaños número 90, en una vida marcada por la filosofía, que tiene a nuestro calceatense firmemente aprisionado entre sus garras.
Leer a don Gustavo, hay que decirlo, no es fácil. Constructor nada menos que de un sistema, el materialismo filosófico, sus libros están anegados por el lenguaje de las ciencias, como puede comprobarse con los frecuentes ejemplos de los cuales echa mano, provenientes de las matemáticas, solo por mencionar un caso.
Sin embargo, la principal dificultad para abrazar su trabajo no estriba, a mi juicio, en esa necesidad de conocimientos (“No entre aquí quien no sepa geometría”), por otra parte natural a todo aprendizaje sistemático, sino en el compromiso que significa asumir su pensamiento, en franco desafío ante las ideologías más populares de nuestra época. Las ideas de don Gustavo no son propicias para hacer amigos progresistas. Es decir, si pensar es pensar contra alguien, pensar con Bueno es enfrentarse a un mundo empeñado en defender relativismos. Ese ánimo de negar la trascendencia de todo y cuya principal víctima es, entre nosotros, la existencia misma de la nación política española. Leer a don Gustavo es quemar las naves, ya que estamos con españoles célebres.
España es el centro de la obra de Bueno, desde que está escrita en español, una lengua al alcance de millones, y ha sido modelada en torno al desmentido constante de mitos oscurantistas que con frecuencia buscan comprometer esa nación: el mito de la izquierda, el mito de la derecha, el mito de la felicidad y el mito de la cultura, entre muchos otros; y entre todos ellos, sucede que España no es un mito, de la misma forma que México. Una afirmación que va a contracorriente de los nacionalismos fraccionarios tan en boga, tolerados y a veces instigados por los gobiernos de España.
Y este mismo año, en el cual don Gustavo ha alcanzado su novena década, en México se usufructúa el territorio, la patria, en palabras de Bueno nuestra capa basal, donde están enterrados nuestros ancestros, sí, aunque también el lugar de donde extraemos el petróleo, ahora al alcance de la rapiña de las compañías extranjeras.
Esa es para mí una de las principales enseñanzas de Gustavo Bueno, la reconciliación con una idea clara y distinta de materia en estos años de vanos idealismos, oscuros y confusos: el recordatorio de que la filosofía materialista es como la disección de un cuerpo. De la misma manera que un carnicero sabe dónde están las articulaciones, para elegir el sitio ideal para cortar y despiezar, así el filósofo mira la tierra, lo concreto, como el catoblepas de la mitología. O bien, cuando sea necesario, para destruir, como lo hace el basilisco con su mirada.
El aniversario de don Gustavo me ha hecho recordar una vieja anécdota. De niño,un compañero y yo vagábamos por las calles de nuestra ciudad, al noroeste de México. Entonces nos acercamos a un adulto para preguntarle algo, que sé yo, tal vez una dirección. “Señor…”, le dijimos, pero no nos dejó continuar: “¡Ningún señor, el Señor está en los cielos!”, nos contestó, airado. De la misma forma y como dice un buen amigo a propósito de esa historia: “El maestro está en Oviedo”. Ojalá que nos acompañe muchos años más.
Manuel Llanes