De la indignación a la resignación con aires de victoria, pero pírrica. Así de breve y conciso resumo la polémica veraniega que desde la Universidad Complutense nos ha llegado en relación con el traslado de la capilla de la Facultad de Geografía e Historia.
Repito, traslado. ¿Una vez más? Tras-la-do. Cansado estoy de leer sobre el cierre de la capilla. Y no porque me apene, sino porque en vano me ilusiono. Por supuesto que el convenio de principios de los noventa pone todos los comodines en manos de los más beatos, pero que en su día se consiguiera una capilla no quiere decir que ésta tuviera que quedarse en ese espacio por los siglos de los siglos. El problema radica en que, quizá por costumbre, así se creyó. Pero hecha la ley, o en este caso el convenio, hecha la trampa. Cuando durante las protestas se defendió la devolución de “nuestra capilla” no cayeron en la cuenta de lo impropio del posesivo. ¿Vuestra capilla?, nunca. Ni siquiera los que trabajamos en educación superior tenemos derecho, estrictamente hablando, a hablar de “nuestros” despachos. Son espacios públicos que se utilizan como mejor convenga en función de las necesidades, y si en estos momentos se considera más oportuno destinar esa sala al Museo Arqueológico de América, así sea.
La retahíla de lamentos que provocó el traslado también es digna de reflexión. Desde el inconcebible “no nos dejan rezar”, hasta el alienante “han encerrado al santísimo”; como si sólo se pudiera rezar en la capilla de una universidad o Dios, tan omnipotente como omnipresente, pudiera quedar encerrado bajo una o siete llaves. En este último caso, de ser cierto, sólo me quedaría recordar el chiste de aquel que llama a la puerta de un adivino y ante el acostumbrado “¿quién es?” cae en la cuenta de su error.
Estas personas son las que acusan a los que defendemos una educación laica de extremistas. Embotados en una visión con efecto túnel, donde la fe peca de miope, hablan de persecución y ataque al cristianismo sin darse cuenta que ante ellos se alza la defensa de la universidad pública, de todos y para todos, donde que el cristianismo no se reduce al catolicismo y la fe no es sinónimo de culto. Es a ellas a quienes se les llena la boca con los puntos del artículo 16 de la Constitución, especialmente el tercero, en el que se menciona a la Iglesia Católica junto a las “demás confesiones”, evidenciando el trato de favor que la primera recibe sobre el resto. Vestigios de tiempos carpetovetónicos con olor a naftalina que, mal que les pese, habrán de desaparecer más pronto que tarde.
Iré cerrando, que en verano se lee menos y no querría ser pesado. El que quiera rezar, que se busque un sitio adecuado. Una universidad pública, ¡pública!, no es lugar para más sermones que los que otorga la libertad de cátedra. ¿Qué no cuesta nada a la universidad mantener una capilla? Por supuesto que cuesta. Puede que su presupuesto no sea económico, pero pesa en el haber del progreso. Una capilla en una universidad pública es un ancla oxidada que, con el tiempo, habrá que dejarse olvidada allá en las profundidades del ayer.
Lástima de acuerdo firmado en 1993. Al final, como dice el tango, será verdad que veinte años no es nada. No importa. Si los defensores de la capilla de la Facultad de Geografía e Historia se han de conformar con aceptar el traslado a esa minúscula sala, yo también. Dejemos que pasen algunos años más y quizá entonces, si antes no renuevan el vetusto convenio, la fecha juegue a favor de los que creemos en el divorcio entre educación y religión, sobre todo cuando la primera se limita a instruir y la segunda a adoctrinar. Hasta entonces, ¿capilla?, amén.
José Luis González Geraldo