Terminadas las clases, comienza el verdadero suplicio de todo proceso educativo, tanto para estudiantes como para profesores: la evaluación final. Sin entrar en detalles, pues no quisiera amuermarles, hay que saber distinguir entre una evaluación del aprendizaje y una que, sin obcecarse en la sanción numérica, sirve para el aprendizaje.
Simpatizando con esta última, quisiera dedicar estos párrafos a un gran problema que solemos pasar por alto: el plagio. Si los exámenes son el elemento perturbador que contamina un sano proceso de aprendizaje, como dijeron en su día don Francisco y sus correligionarios, el plagio es la plaga de nuestro siglo. Por concretar, pues no todo el mundo comparte la misma opinión sobre qué es y qué no es plagio, entenderemos que plagiar consiste en intentar hacer pasar como propio el trabajo que ha realizado otra persona, así de simple.
La irrupción en las aulas de las ya nada nuevas TIC ha sido y es un arma poderosa, sin duda, pero también de doble filo. Hábiles a la hora de dar al profesor lo que pide, y nada más de lo que pide, nuestros estudiantes llegan a la universidad con una lección bien aprendida: Ctrl+C (copiar) y Ctrl+V (pegar). Teniendo acceso a Internet, solo necesitan repetir esos dos movimientos para crear, emulando a Víctor Frankenstein, esperpénticos engendros que, por motivos que harían de estos párrafos un ensayo mucho más largo, pueden llegar a ser suficientes para sortear con éxito los falsos obstáculos que erróneamente creen que les ponemos en su camino hacia el ansiado título universitario.
Afortunadamente, esas mismas herramientas que facilitan la búsqueda y captura de información también sirven para desenmascarar al farsante. Un simple uso de las comillas en Google nos dará en segundos una plausible explicación a ese trabajo que hace referencia a la inexistente imagen número tres (vaya, se les olvidó también copiarla), a ese trabajo tan excelentemente redactado (tanto que fue escrito por un catedrático) e incluso a esas páginas plagadas de palabras azules (ni siquiera se preocuparon de quitar los hipervínculos) o esos párrafos que huelen a otro continente (pues, cuates, hay palabras que delatan a gritos). Todo eso sin contar con el software especializado que se encarga de cotejar cualquier documento con el contenido de Internet, véase Approbo http://approbo.symmetric.cat/.
¿Qué necesidad, y espero que coincidan conmigo, tiene un docente de comprobar la autoría del trabajo recibido antes de centrarse en valorar su contenido? La educación es cuestión de confianza, y el plagio es la mayor evidencia de la desconfianza que reina entre profesores y estudiantes. De ahí que mis alumnos sepan desde el primer día la política de tolerancia cero que practico hacia esta deleznable práctica. Prefiero mil veces un trabajo mediocre realizado por el alumno que una maravilla de ensayo que ha pasado sin pena ni gloria por la pantalla del espabilado de turno. El primero es un comienzo, el segundo no es nada más que tiempo (vida) perdido. Y no se trata de construir desde cero sin apoyarse en lo que otros han conseguido previamente. Al contrario, es necesario saber qué se hizo para complementar y no solapar, para eso están las temidas normas académicas (APA, en nuestro caso), y con ellas la obligación de reconocer la autoría a través de citas y referencias.
Pero, señores, ni con esas. Todos los cursos me veo en la obligación de rechazar varios de los trabajos solicitados por plagio. Ante la baja calificación, los alumnos no tardan en acudir a esas mismas tutorías que tan bien han esquivado durante el resto del curso para pedir explicaciones sobre ese numerito que se les ha otorgado. ¡Qué lástima que la educación quede reducida a un número comprendido entre el uno y el diez! Los números no huelen, son insípidos, sin rugosidad ni calor, pero qué bien quedan en tablas e informes de rendimiento y cuánta atención les prestan algunos.
A comienzos de la década de los años setenta del siglo pasado, en plena crisis educativa, apareció un interesante libro titulado La Reproducción, firmado por Bourdieu y Passeron. En él se afirmó un secreto a voces: la escuela, en demasiadas ocasiones, es una institución cuya principal función radica en reproducir la estructura de poder del sistema que la vio nacer para conseguir que todo siga igual, incluso ofreciendo una falsa imagen de progreso y actualización. Un enroque lampedusiano tan real como las derivaciones que hoy podríamos hacer en clave monárquica, pero no quisiera gastar píxeles inútilmente entonando un delenda est Monarchia, pues desgraciadamente todo está atado (y bien atado) para engullir el próximo corta-pega que nos endosarán sin más opción que alabar la excelente preparación de don Felipe y tomar su savoir-faire (para algunos savoir-vivre) como el menor de los males, cuando no la panacea universal. A otro perro con ese cetro. Pero no es el tema que nos ocupa.
Retomando el hilo principal y teniendo en cuenta que muchos consideramos que cualquier institución educativa ha de ser transformadora, y no reproductora, debemos hacer todo lo posible por evitar este tipo de prácticas. Educar es enseñar a dudar, y plagiar radica en tragar sin cuestionar. Luz y oscuridad. Sin embargo, no echaré balones fuera y aceptaré que estamos haciendo algo mal -muy mal- cuando al terminar el curso los alumnos comparten en Facebook mensajes del tipo: “Terminé los exámenes, ¡soy libre!”. ¿Cuándo los engrilletamos a las aulas?, ¿cuándo la educación dejó de ser sinónimo de libertad? No soy capaz de identificar el momento exacto, pero sí el elemento desestabilizador: los exámenes y esos derivados eufemísticos que, sancionando y castigando en lugar de ayudar al aprendizaje, fuerzan a nuestros estudiantes a entrar en clase, el primer día, con una sola duda: ¿cómo nos evaluará este profesor?
José Luis González Geraldo.