Al Pairo

La fabulosa idea de Europa

Redacción | Jueves 29 de mayo de 2014

Europa importa poco a los españoles; o al menos, eso se debería colegir de una participación que no alcanzó el 50% en las elecciones al Parlamento Europeo del pasado domingo día 25. Una participación que, por lo demás, tampoco fue mayoritaria en el resto de países miembros. ¿Qué motivos puede haber en tal desafección a lo europeo? ¿Sencillamente un gélido desapego a las instituciones europeas, acaso fruto de su inoperancia, o algo de mayor enjundia que viene llamándose euroescepticismo? Respecto a los que sí acudieron a las urnas, y a la luz de los resultados, ¿deberíamos suponer que ven en Europa un proyecto ilusionante, una salida a la compleja coyuntura en que nos hallamos o simplemente un modo de sancionar la labor del Ejecutivo español?



 

 

Sostenía Ortega y Gasset en La pedagogía social como programa político (1910) que «Regeneración es el deseo, europeización es el medio de satisfacerlo». Y añadía: «verdaderamente se vio claro desde un principio que España era el problema y Europa la solución». En apariencia, este planteamiento se compadecería bien con los que a duras penas fueron balbuciendo los principales partidos políticos en peroratas vacuas trufadas de la consabida y mendaz igualdad de géneros. Y al mismo tiempo, la fórmula orteguiana «España es el problema; Europa es la solución» encaja perfectamente con el efugio del secesionismo vasco y catalán, con el hoto de una Europa en la que las «naciones», liberadas ya de su yugo opresor, encontrarán su anhelado asiento. En la receta Europa como solución opera, pues, una ideología que va más allá de los supuestos beneficios económicos o políticos derivados de la pertenencia de España a la Unión Europea. Llegados a este punto, y al objeto de triturar críticamente dicha ideología, resulta del todo ineludible enfrentarse con las dos ideas que envuelven la fórmula de Ortega; España y Europa. Respecto a la primera de ellas, y puesto que no quisiera extenderme más de lo necesario, me limitaré a dar por evidente su existencia; toda vez que aquel que pretenda negarla habrá de aportar, si es que ello fuera posible, una demostración concluyente.

Respecto a la segunda idea, Europa, de la que el propio Ortega decía ser su «decano» en el prólogo de la La rebelión de las masas (1930), será necesario advertir ante todo que el término no se refiere únicamente a un sentido geográfico, geopolítico o económico, sino a una idea transversal que recubre todos esos sentidos. No se habla en exclusiva, por tanto, ni de la delimitación del territorio que hiciera en el siglo XVIII el geógrafo y maestro de minas ruso Vassili Tatichtchev; ni del proyecto geopolítico latente desde Hitler a los tiempos de la Guerra fría; ni siquiera del propósito de un mercado común. En consonancia con cierta tradición filosófica, Ortega va más allá y dice que la idea de Europa significa la Cultura por excelencia; frente a la Naturaleza y contraria a la barbarie. El filósofo madrileño se refiere, por consiguiente, a su identidad, a lo que Europa es, dando por supuesta una unidad europea realmente existente. He aquí, a mi juicio, la cuestión de fondo… el verdadero problema.

 

Europa no es una unidad política. Al margen de otras numerosas y sólidas razones históricas, la falta de una norma común que regule su acción hace imposible tal unidad. Por el contrario, cada uno de los Estados miembros, que sí son unidades políticas, contiene y protege su propia norma rechazando injerencias de otras; motivo que explicaría por qué el proyecto de una Constitución Europea hace ya tiempo que se vino abajo sin visos de reactivación. Sin esa norma común, y con las dificultades inherentes a la existencia de distintos idiomas, confesiones y tradiciones, esa unidad política denominada Europa no es más que pura ficción. La percepción de unidad e integración que nos rodea, esa atmósfera europeísta que se respira, no es otra cosa que una ideología que descansa sobre las difusas ideas de democracia y solidaridad. En la práctica, lo que se observa hacia el exterior es un intento de alianza, o solidaridad, frente a terceros (frente a otras potencias, consolidadas o emergentes), mientras que lo realmente existente en el interior es la pugna de cada Estado por una posición hegemónica respecto a los demás. Tomando capciosamente el todo por la parte, Europa por la Unión Europea, y con el euro como herramienta de poder, cada Estado, especialmente Alemania y Francia, persigue con denuedo su preeminencia. Una prueba de ello es que, en cierta medida, el problema del desempleo en España proviene de la gran cantidad de fondos que la Unión Europea dio a España con la espuria y velada intención de desactivar nuestra agricultura, nuestra industria o nuestra minería. Nótese en este sentido que la producción nacional en muchos sectores está limitada.

 

Aun siendo pura ficción, pura ideología, esa idea metafísica de Europa está presente indefectiblemente en los discursos de nuestros políticos, gestores forzosos del encaje de España en Europa, frente a la escasa réplica o la tácita aquiescencia de nuestra sociedad. Así, la importancia de Europa en estas elecciones ha sido irrisoria, apenas un exiguo pretexto para los votantes. Es por ello que las plausibles respuestas a las preguntas que me hacía al principio deben darse en clave nacional. «El español que pretende huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día, y acabará por comprender que para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar, es España el problema primero, plenario y perentorio», afirmaba el propio Ortega. En clave nacional, pues, ciertamente la vergonzante debilidad de un Cañete infatuado hasta el ridículo y de una Elena Valenciano convertida en adalid de las mujeres progresistas, tras disfrazarse en la cadena SER de la «chica de ayer» de la Movida madrileña, ha favorecido la bien calculada evasiva nacionalista hacia la fabulosa Europa y la triunfante aparición en la escena política de algún gurú televisivo erigido en cabecilla populista; como Pablo Iglesias, quien no duda en defender, casi simultáneamente y sin titubear, la lucha contra el sistema, el chavismo, el castrismo, el comunismo, el secesionismo, el indigenismo, o incluso el derecho a usar armas para acabar con el «monopolio de la violencia» del Estado. Entre soflama y soflama excretada en sus medios afines, no hay nada más que otro discurso viscoso, confuso y dañino; aunque, eso sí, muy seductor para las mesnadas de desencantados e indignados que le votaron. Otra nebulosa ideológica en auge.

 

Francisco Javier Fernández Curtiella.