Para enseñar una materia no basta con conocerla, y para conseguir además educar, mejor ni hablemos. Afortunadamente para todos, la bravuconada de Ignacio González al pretender que titulados sin formación específica entraran en las aulas quedará en sólo una flagrante evidencia de la ignorancia supina que este señor ha demostrado en cuestiones pedagógicas; simplemente es una barbaridad que nos catapultaría al pasado, por tomar las palabras de mi colega Imbernón.
Para nada necesitamos la figura del maestro empírico, propia de países menos desarrollados, desconocedores de los imprescindibles aspectos psicopedagógicos de la coreografía escolar, ni tampoco nos debería apetecer recordar aquellos tiempos donde asignaturas como “Educación política premilitar y física” recaía en los instructores (ojo al término) del Frente de Juventudes. No obstante, y como aspecto positivo a tamaña sandez, tenemos una oportunidad perfecta para reflexionar sobre la formación del profesorado. Algo tan urgente como necesario.
Iré al grano. En las aulas deben quedarse los mejores, que no han de ser necesariamente los mejores expedientes, sobre todo dentro de un sistema enfermo que no entiende de vocaciones ni armonías, habiendo prestado en el pasado demasiada atención al aprendizaje conceptual (¿cuánto sabes?) y quedando hoy deslumbrado por el fatuo brillo del aprendizaje competencial (¿qué sabes hacer?). No ha de extrañarnos lo más mínimo, por tanto, que hoy muchos se adhieran a la socarrona sentencia de Bernard Shaw: “El que puede hacerlo, lo hace. El que no puede, lo enseña", cuando quizá Platón se acercó mucho más a la realidad al pensar que aquel que aprende y aprende sin poner en práctica lo aprendido es como el que ara y ara sin sembrar nada en absoluto. Así, la enseñanza es una profesión con indudables raíces pedagógicas, diga lo que diga el señor González, pero también es cierto que la educación es un arte que requiere de vocación y no poco sacrificio. Este último aspecto, como sabemos, importa un comino a la hora de decidir los candidatos que comienzan la carrera del magisterio: primer elemento a mejorar en el proceso de selección. De poco serviría reformar los Grados de los futuros maestros si fueran impartidos a estudiantes que carecieran de esa llama interior, de esa pasión que tantas veces recordó M. Bartolomé Cossío a Justa Freire, por poner un claro ejemplo que sólo mis queridos compañeros lograrán captar porque, señores, repito: para enseñar no basta con saber la materia.
Una vez hayamos conseguido tener ante nosotros a los más aptos, como si de la provincia pedagógica de Castalia se tratara, habremos de mejorar la calidad de la formación impartida. Y no hablo sólo de los títulos de primaria o infantil, sino de cualquier puesto que requiera una relación de enseñanza-aprendizaje. No nos engañemos, que hayamos escuchado el despropósito de Ignacio González simplemente se debe a que es una idea que, en mayor o menor medida, es aceptada en otros niveles educativos. Cierto es que los profesores de secundaria han de realizar un máster como requisito. Tan cierto como que se realiza tan apresurada y torpemente que, por fuerza, hemos de dudar de su eficacia y replantearnos su estructura, duración, contenidos, etc. Si los cirujanos se especializaran de la misma forma que lo hacen los profesores de secundaria, ejemplifica Miguel Ángel Santos Guerra, ¿Dejaríamos en sus manos a nuestros hijos? Sobra decir más. Para terminar, me entra la risa floja al pensar en la formación pedagógica que reciben los profesores universitarios, ínclitos académicos que hemos de publicar sin descanso si deseamos continuar en nuestro particular juego de abalorios y que, por ende, poco tiempo sacaremos para actualizar unas técnicas docentes que en el mejor de los casos recibimos por voluntad propia y en el peor por adornar nuestro currículum vítae. La universidad, institución de enseñanza superior, no lo olvidemos, curiosamente está llena de investigadores, pero nada nos garantiza que sepan o no enseñar. Si hablamos de mejorar la formación docente, segundo punto necesario, pensemos en todos los niveles.
Por último, el sentido común nos dice que todo profesional, y los que nos dedicamos al ámbito educativo lo somos, requiere un compromiso de actualización permanente. Al igual que sería absurdo seguir diciendo que Plutón es un planeta, no tendría demasiado sentido poner en práctica técnicas Lancasterianas como norma, de nuevo por ejemplificar. Así, mejorando la selección, la formación y supervisión de los maestros, profesores y académicos, conseguiremos evitar escuchar disparates como el que desde Madrid recientemente nos llegó y que, de haberse convertido en realidad, quizá justificaría la anécdota de aquel amigo que afirmaba haber enseñado a silbar a su perro y que, cuando otro le confesó con escepticismo no haberlo escuchado nunca soltar sonido parecido, el primero contestó ufanamente: ¡Hombre!, yo le he enseñado… lo malo es que él no ha aprendido.
José Luis González Geraldo.