Al Pairo

De la moral en el albañal de la Cataluña nacionalista

Redacción | Viernes 27 de septiembre de 2013

En su obra La genealogía de la moral, el filósofo alemán F. Nietzsche distinguía dos clases de moral; la del señor y la del esclavo. Respecto a ésta última sostenía que: “La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de esclavos dice no, ya de antemano, a un «fuera», a un «otro», a un «no yo»: y ese «no» es lo que constituye su acción creadora.”. Esta caracterización nietzscheana bien podría servir para perfilar en Cataluña a quienes salieron, prestos y resentidos, a “encadenarse” con ocasión de la Diada. En efecto, el esclavo, glorificando todo cuanto le hace soportar su débil existencia, se encadena como reacción frente a un ellos (a un no nosotros), al que consideran un extraño, cuando no un enemigo. Es una moral, según sugería Nietzsche, paupérrima, impotente y enfermiza que subyuga y transforma al individuo.



 

 

Supuesto que moral es el conjunto de normas fundadas en convenciones que procuran preservar la integridad de un determinado grupo social, la existencia efectiva del grupo será la condición sine qua non para poder referirse a su moral. A partir de ahí, todo individuo se verá siempre conminado al cumplimiento de unas normas morales concretas para permanecer inmerso en el grupo. A lo largo de poco más de un siglo, con frecuencia al amparo de la pasividad o la desidia de distintos gobiernos de España, la élite del nacionalismo catalán ha ido robusteciendo y moldeando un grupo social que en su origen era algo sencillamente insignificante y marginal. En sus Memorias, el propio Francesc Cambó describía de este modo el panorama social que se encontró al emprender la tarea de predicar el catalanismo: “En su conjunto, el catalanismo era una cosa mísera cuando, en la primavera de 1893, inicié mi actuación (...) no creo que hiciéramos grandes conquistas: los payeses que nos escuchaban no llegaban a tomarnos en serio (...) Aquél era un tiempo en el que el catalanismo tenía todo el carácter de una secta religiosa. Puede decirse que todos los catalanistas se conocían entre sí.”. Josep Pla vendría a ratificar las palabras de Cambó asegurando que “los catalanistas eran muy pocos. Cuatro gatos. En cada comarca había aproximadamente un catalanista: era generalmente un hombre distinguido que tenía fama de chalado.”. Con todo, para crear, nutrir y moldear siervos se requiere otro elemento casi imprescindible en la historia de la política; la propaganda. No en vano Napoleón aseveraba que “la fuerza se funda en la opinión” y que un gobierno no es nada sin ella; Lenin defendía que lo principal era “la agitación y la propaganda en todas las capas del pueblo” y Hitler recordaba que "la propaganda nos permitió conservar el poder y nos dará la posibilidad de conquistar el mundo”. Basten estos tres notables ejemplos para constatar la importancia atribuida a la propaganda a la hora de generar una sociedad servil; acaso complementados con estas otras palabras del sociólogo francés Jules Monnerot (1908-1995): "Los poderes destructores que contienen los sentimientos y resentimientos humanos, pueden entonces ser utilizados, manipulados por especialistas, como lo son, de manera convergente, los explosivos puramente materiales". Los medios de comunicación puestos al servicio del régimen nacionalista catalán inoculan a diario una propaganda orientada a la agitación de una muchedumbre cada vez más cercenada en sus libertades, más esclava.

El cómo, es decir, el procedimiento mediante el cual la propaganda alcanza sus fines, es fácilmente explicable pero complejo de contrarrestar. Consiste básicamente en construir y difundir un relato de carácter mitológico, rayano en lo pueril, con sus héroes y sus villanos, trufado de toda suerte de falsedades históricas, al objeto de hacer aparecer el fantasma de la opinión pública. Atendiendo a la etimología del adjetivo de este sintagma nos hallamos ante dos posibles significados que se ajustan bien a la situación que nos ocupa; pues público es tanto aquello que pertenece al pueblo o al Estado, como aquello que es común, de todos. Así, la opinión pública acaba mostrándose siempre segregada del individuo y completamente “oficializada” (“estatalizada”, se podría decir). Lean, sin ir más lejos, lo que cualquier medio de comunicación catalán, oficializado a través de generosas subvenciones, opina acerca de la propia Diada o con qué expresiones la oficializó en 1980 el Parlamento catalán: “[traducido: Ley 1/1980, de 12 de junio] Diada que, si bien significaba el doloroso recuerdo de la pérdida de las libertades, el once de septiembre de 1714, y una actitud de reivindicación y resistencia activa frente a la opresión, suponía también la esperanza de una total recuperación nacional. Ahora, al retomar Cataluña su camino de libertad, los representantes del Pueblo creen que la Cámara Legislativa ha de sancionar aquello que la Nación unánimemente ya ha asumido.”. Conviene dejar claro que, objetivamente, lo que cabría conmemorar cada 11 de septiembre sería simplemente la ocupación de Barcelona por las tropas de Felipe V en el transcurso de la Guerra de Sucesión y la resistencia de un patriota, español, quien ante el inminente asalto final a la ciudad arengaba a los suyos con las siguientes palabras: “…se confía, que todos como verdaderos hijos de la Patria, amantes de la Libertad, acudirán a los lugares señalados a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey, por su honor, por la Patria y por la libertad de toda España,…”.

 

En suma, mi percepción, sólo de una de las caras del gran problema de España, es que en Cataluña el individuo está disuelto en la masa social de un modo preocupante y que ésta, perseverando en la repugnante moral del esclavo, cree hallar la panacea en una democracia que se concibe como ideología fundamentalista. Y de rondón, como el mastuerzo que se exhibe arrogante, los próceres nacionalistas proclaman a voces un pretendido derecho a decidir, carente por completo de contenido, que esta desdichada sociedad embaúla y hace suyo. Pero, derecho a decidir, ¿qué? ¿Qué puede decidir un esclavo más que romper sus cadenas?

 

Francisco Javier Fernández Curtiella