Hace apenas unos días, la archidiócesis de Madrid, dirigida por el cardenal Antonio María Rouco Varela, decidió designar ocho exorcistas para Madrid tras el aluvión de casos en los que existirían, según se afirma, o posesiones demoníacas o las denominadas “influencias maléficas”, que envolverían toda suerte de esoterismos, males de ojo, magia negra, quiromancia y similares. Conviene señalar que esta decisión no es exclusiva de la archidiócesis española, puesto que en otras europeas se han venido tomando decisiones parecidas en los últimos tiempos. En concreto, en la diócesis de Milán, el cardenal Angelo Scola, del que se dijo durante el pasado cónclave que podría ser el nuevo sumo pontífice, ordenó doblar el número de exorcistas en su jurisdicción, pasándose de seis a doce, y puso una línea telefónica permanente a disposición de cualquier creyente acechado por el Maligno.
Soslayando cuestiones tangenciales o superficiales, tales como pudiera serlo el preguntarse por qué precisamente en la coyuntura actual crecen los supuestos casos de posesiones demoníacas, convendrán conmigo en que la existencia misma del Diablo radica en el fondo del asunto, de suerte que la interrogación nuclear que cabría plantearse sería: ¿existe realmente el Maligno? Adelanto mi respuesta: sí y no. Esta aparente contradicción se resuelve con la necesaria diferenciación de planos que usaré a modo de bisturí quirúrgico para una sucinta crítica de la postura oficial de la Iglesia en este controvertido tema. El Diablo sí existe, sin lugar a dudas, pero como un fenómeno relativo a numerosas religiones; existe, pues, como existe Vritrá en la religión védica o como existe Kamsa en el hinduismo. Si fuera éste el plano que tomáramos de referencia, nos veríamos forzados a ofrecer una teoría explicativa que diera cuenta de la génesis y desarrollo de la idea de Diablo en el curso evolutivo (histórico) de las diversas religiones positivas. Sin embargo, desde un segundo plano, el de la Ontología, el Diablo no tiene existencia real, corpórea o material, es decir, no existe en el sentido en el que usualmente decimos que un objeto del mundo físico existe. Y quien quiera afirmar lo contrario, que lo demuestre; del mismo modo que a quien quisiera afirmar la existencia de un decaedro regular debería exigírsele que lo representara.
¿Y en cuál de estos dos planos se sitúa la Iglesia al hablar del Diablo? Según se desprende de informaciones publicadas en Religión en Libertad, los ocho sacerdotes elegidos en Madrid se caracterizan por su recta aplicación de la doctrina oficial y se someterán a un “periodo de formación acelerado” que les obligará a estudiar con premura el Ritual Renovado de Exorcismos que aprobó Juan Pablo II en 1998, el cual venía a enmendar parcialmente el Rituale Romanum de 1614 y el Ritual de 1952. A modo de preámbulo, el mencionado Ritual Renovado recuerda la definición que el Catecismo ofrece del exorcismo: “Cuando la Iglesia pide públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea protegido contra la influencia del maligno y substraído a su dominio, se habla de exorcismo.”. A tenor de estas palabras, parece que la existencia del Diablo se da siempre por supuesta y es incontrovertible. Por otra parte, en los textos sagrados, y partiendo de ese mismo principio, se insiste en la necesidad de creer en él y se van perfilando todos sus diversos atributos (características). Así, en la Biblia se dice del Diablo que es el autor de la caída (p. ej. Gn 3,1-6), la tentación (p. ej. Mt 4,1) y el mal del hombre (p. ej. Mc 1,26) y que se muestra siempre orgulloso (p. ej. Lc 4,6), astuto (p. ej. Gn 3,1) o poderoso (p. ej. Ef 6,12); de lo que habría que concluir que sus atributos lo identifican con la personificación (encarnación o corporeidad) del mal. Nada lejos de esto se hallan estas otras palabras del citado Ritual: “Sin embargo, esta capacidad para acoger a Dios es ofuscada por el pecado, y en algunas ocasiones el mal ocupa en el hombre el puesto que sólo le corresponde a Dios. Por ello, Jesucristo vino a liberar al hombre del mal y del pecado, y también de todas las formas de dominación del maligno, es decir, del diablo y de sus espíritus malignos, llamados demonios, que quieren pervertir el sentido de la vida del hombre.”. Tampoco las del padre Amorth, experimentado exorcista del Vaticano y formador de exorcistas en todo el orbe, quien asegura que lo que anhela el Diablo es "que no se crea en su existencia.". En suma, para la doctrina oficial de la Iglesia y desde un plano ontológico, existe el Maligno porque existe el mal. Dicha existencia debe ser, por lo demás, real (material, corpórea), pues se dice de él que actúa, anhela, tienta al hombre, se muestra soberbio o ejerce su poder; propiedades todas ellas aplicables sólo a un sujeto realmente existente.
El problema es que desde este plano ontológico cuanto afirma la doctrina es completamente insostenible. En otras palabras, no hay prueba experimental, científica o lógica que permita afirmar la existencia del Diablo. Sólo cabría entonces cambiar de plano y recurrir a una filosofía de la religión con la suficiente capacidad para articular una explicación consistente acerca de cómo surge en el cristianismo la figura de Satán y por qué se le concede existencia real y unos determinados atributos. Únicamente ahí sería posible plantear que el Diablo es necesario para exonerar a Dios del mal del mundo y, de paso, reafirmar asimismo la existencia de éste, ya que referirse al Diablo es tanto como referirse a Dios, toda vez que el primero carece de significación sin el segundo.
Francisco Javier Fernández Curtiella.