Érase una vez un loro ignorante. Cantaba bien, incluso saltaba de vez en cuando, pero no tenía maneras ni saber alguno. Su dueño, un poderoso Rajá, no podía permitir que su preciado pájaro siguiera en ese estado. Con la ayuda de sus sobrinos, consiguió reunir a los más eminentes expertos para que aconsejaran cómo formarle y, así, rescatarlo de su ignorancia.
Los expertos afirmaron que la ignorancia de los pájaros se debía, en primer lugar, al mal hábito de vivir en nidos pobres, sin comodidades. Por tanto, la educación del loro comenzó por construir una gran jaula de oro, preciosamente decorada, sin escatimar gasto alguno. Los expertos, y el orfebre que la realizó, fueron recompensados generosamente. ¡Qué afortunado el pájaro!; la cultura había sido capturada para su disfrute y, en cualquier caso, era un precioso objeto.
El siguiente paso consistió en crear y utilizar libros de texto: “Los libros de texto nunca serán demasiados para nuestro propósito”, pensaron los sobrinos del Rajá y sus expertos. Escribas de todos los confines fueron convocados para copiar libros y manuscritos hasta que la pila de manuales elaborados, la torre de la cultura, se perdió entre las nubes. Los escribas, naturalmente, volvieron a casa con los bolsillos llenos.
Además, la jaula, y la sala donde se encontraba, necesitaban constantes ajustes que permitieron a numerosos profesionales, supervisores y primos lejanos, vivir gracias a la formación del loro. Los sobrinos eran agasajados por su pericia y, según algunos críticos, parecía que todo aquel que se acercaba a la jaula del loro florecía y mejoraba… todos, menos el pájaro. ¡Muertos de hambre que no encuentran otra forma de ganarse la vida que criticando a los que hacen las cosas correctamente!”, argumentaba el Departamento de Educación del loro.
Todo parecía ir a las mil maravillas en la fantástica y rimbombante sala del aprendizaje. Incluso el mismísimo Rajá la visitó y quedó atónito por la grandeza de las acciones emprendidas… hasta que uno de esos críticos, escondido tras un arbusto, le preguntó: ¿Maharajá, ha visto usted al loro? Cierto es que, ante tanta pompa, todos se habían olvidado del pobre pájaro. El interesantísimo método de aprendizaje había dejado al aprendiz en un recóndito segundo plano; ni al Rajá, ni a nadie, parecía importar que el loro, hinchado literalmente por el éxito del método utilizado, no pudiera ni silbar o susurrar sonido alguno; las hojas de los libros de texto atascaban completamente su pico y garganta. ¡Cómo pensar siquiera que quizá quisiera quejarse!
Sin embargo, aun siendo incapaz de comer, el loro saludaba de vez en cuando al sol de la mañana agitando sus alas y picoteando los barrotes de su carísima celda… demostrando una incomprensible falta de maneras, según los expertos. ¡Qué impertinencia!, pensaron, justo antes de ordenar al herrero que forjara las cadenas necesarias para inmovilizarlo. Huelga comentar la gratitud con la que se honró a tan sesudo profesional por su contribución a la educación del pájaro.
La naturaleza siguió su curso y, como es lógico, el aprendiz murió. Pasó un tiempo hasta que alguien, movido por los rumores de esos hambrientos críticos, se dio cuenta de la trágica noticia. Los sobrinos del Rajá comparecieron ante él y, seguros de sí mismos, proclamaron: “Señor, la educación del pájaro ha sido completada”.
¿Salta?, inquirió el Rajá. ¡Nunca!, respondieron los sobrinos. ¿Acaso vuela? No, obtuvo como única respuesta. Traedme el pájaro, pidió finalmente el gobernante. Cuando se lo trajeron y éste presionó el cuerpo con su dedo, solo las hojas de texto de su relleno crujieron y susurraron. Afuera, más allá de la ventana, el murmullo de la brisa primaveral sobre las hojas de los árboles, hizo nostálgica esa mañana de abril...
Ante las inminentes reformas educativas, excesivamente centradas en la búsqueda de un éxito contraproducente y sesgado, he querido hacer un breve resumen del cuento “The Parrot´s Training”, de R. Tagore. Espero que tanto educadores como padres sepan identificar a los personajes y no dejen nunca que sus estudiantes e hijos, o al menos su creatividad y pasión, como diría Ken Robinson, mueran de éxito.
Debemos replantear nuestra jerarquía de valores en todos los ámbitos, educación incluida, evidentemente. ¿De qué nos servirá un futuro basado en unas condiciones de éxito incorrectas?... tan equivocadas como las que cimentaron el sendero que nos trajo a este oscuro paraje que venimos llamando “crisis”. San Anselmo, en pleno siglo XI, ya dejó escrito: “Si plantáis un árbol, y lo atáis y apretáis por todas partes, de suerte que no pueda extender sus ramas ¿qué os encontraréis, cuando lo desatéis, al cabo de muchos años? Un árbol con las ramas torcidas y encogidas”. Que no nos extrañe, por tanto, el raquitismo educativo que tendrán las generaciones venideras. Seguramente tendrán mejores calificaciones que enseñar a sus padres, pero no serán más que una pequeña parte de lo que pudieran haber llegado a ser.
Los educadores no sólo somos responsables de los “éxitos” de nuestros alumnos. También lo somos, en gran medida, de los sueños rotos que se quedan por el camino.
José Luis González Geraldo
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