Por si alguien no lo ha notado, mi sarcasmo es tan evidente como impotente. El lavado de cara está siendo eficiente, pero la realidad, a la espera de que se concreten las bienintencionadas acciones prometidas, no mejora todavía. Una semana allí, sin leer los periódicos ni atender a los noticiarios, me ha bastado para darme cuenta de lo bien que, cuando queremos, barremos bajo la alfombra: el frustrante vídeo de cómo reparten la comida en el campo de Roszke, el devenir de esa subespecie de reportera que aprovechó su trabajo para agredir a los más desfavorecidos y, cómo no, las más que desafortunadas palabras del ministro del Interior, Jorge Fernández, acompañadas por las del vicesecretario del PP, Javier Maroto. A ellos me remito y con ellos voy finiquitando esta columna. Desacreditados por sus propios correligionarios, aseguraban que entre los refugiados podría haber terroristas camuflados, deseosos de llegar a nuestros países para poner bombas y sembrar el pánico. Dos cosas les diré.
Primera: tienen toda la razón del mundo, pues entre estos refugiados pueden colarse terroristas… como también pueden hacerlo poetas, maestros, carpinteros, científicos, literatos, matemáticos, físicos, programadores, arquitectos, biólogos… ¿hace falta seguir?, ¿quién nos asegura que algún futuro premio Nobel -por nombrar un reconocido galardón y darle un innecesario dramatismo a estos párrafos- no esté en estos momentos agarrado a los brazos de su padres o abuelos, corriendo campo a través hacia una vida mejor? Pero no. Nos encanta identificar como sinónimos la posibilidad y la probabilidad. Haciendo gala de nuestra excelsa inteligencia en ellos vemos terroristas, asesinos, ladrones, violadores, mangantes de tres al cuarto, vividores sin corazón y, ¡quién sabe!, incluso políticos corruptos.
Segunda: el miedo que tratan de meternos en el cuerpo con esas inopinadas declaraciones es completamente redundante. Los terroristas no necesitan venir en patera, pues pueden hacerlo de mil formas distintas. La seguridad es un aspecto crucial de cualquier país -que se lo digan a EE.UU.- pero cuando deja de convertirse en un medio para facilitar una mejor calidad de vida, y se convierte en el único objetivo a alcanzar, hemos perdido el norte. El exceso de seguridad se convierte en apatía solidaria y no debemos obsesionarnos con ella. Que los cuerpos de seguridad actúen y prevengan, por supuesto, pero sin que ningún Gran Hermano instaure un panóptico donde las cadenas se vendan al por mayor. Aquí también cedo y confieso: el punto medio es difícil de medir, y mucho más de conseguir. Por eso mismo, hemos de redoblar nuestros esfuerzos en vivir, pero sin tener por qué no dejar vivir a los demás.
Dicen que el hambre agudiza el ingenio, pero también hay que aceptar que para filosofar, primero hay que sobrevivir. Demos cuanto antes refugio a esas personas y pensemos que de esa forma tanto sus vidas como las nuestras tendrán más posibilidades de florecer. ¿Terroristas?, como las meigas: entre los justos los encontraremos.
José Luis González Geraldo.
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