Versificada por Machado -«una de las dos Españas ha de helarte el corazón»-, la España monárquica representaría hoy la continuación de una España conservadora, tradicional y atrasada, mientras que la republicana representaría todo lo contrario, es decir, el progreso histórico. Este maniqueísmo torticero halla perfecto acomodo en el discurso preponderante y de escaso entendimiento que atesta nuestros medios de comunicación, y aun nuestra política. Pondré sólo un ejemplo de este tipo de discurso. Tiene a bien ofrecérnoslo Vicenç Navarro, Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra. En un artículo suyo aparecido en Público.es sostenía que: «En España siempre ha habido, a lo largo de su historia, dos concepciones de España. Una, la España de siempre, continuadora de la España imperial, basada históricamente en la Corona de Castilla (lo que explica que la lengua oficial de España sea el castellano), con una visión jacobina del Estado, dominado este por la Monarquía, el Ejército, la Iglesia y los poderes fácticos –económicos y financieros– que dominan la vida económica y política del país. Esta España, centrada en Madrid, la capital del reino, es la que ha tenido y continúa teniendo como himno la Marcha Real, y como bandera la bandera borbónica. Su jefatura ha ido variando de monarcas a dictadores, y de dictadores a monarcas. Su Estado nunca ha respetado la plurinacionalidad de España. Un indicador de esta visión de España se conserva todavía en su sistema de transporte ferroviario, de claro carácter radial. […] La otra visión de España es la republicana y pluricéntrica, que apareció (sin nunca poder desarrollarse), en sus inicios, sobre todo durante la II República, y que ofrecía el potencial de posibilitar otra España, una España más democrática, poliédrica, policéntrica y no radial, laica, plurinacional y federal.».
La inoculación de falsedades, cuyo resultado deviene en puro oscurantismo, es tan palmaria como persistente y repugnante. Pero más allá de este magma de equívocos y tergiversaciones, –como que la lengua oficial de España sea el castellano, que la España imperial se base en la Corona de Castilla, que el Estado tenga una visión jacobina o que la bandera española sea la borbónica–, lo que se desprende de ésta y otras infectas opiniones es que el modelo de Estado es el verdadero problema de España. Nada más incierto. El modelo de Estado sólo es, sin perjuicio de su importancia, a lo sumo, uno de los problemas específicos de España; en ningún caso es el problema (en singular). Yerran, por tanto, quienes piensan que cambiando el modelo de Estado desaparecerá el problema de España, ya que éste es un problema de carácter enteramente filosófico que tiene que ver con la idea misma de España, con su identidad, con la pregunta por su ser. Hallarán ustedes en la historia del pensamiento español sobradas reflexiones, respuestas y réplicas a tal pregunta; desde San Isidoro, Alfonso X el Sabio o Quevedo, hasta Madariaga, Sánchez Albornoz o García Morente, pasando por Menéndez Pelayo, Juan Pablo Forner, José Cadalso, Jovellanos, Joaquín Costa, Ángel Ganivet, Giner de los Ríos, Unamuno, Ortega y Gasset, Ramiro de Maeztu,… y podríamos seguir mencionando nombres, pues el tema persevera con los siglos.
En cualquier caso, y desde una perspectiva filosófica, el ser de España no se define a través de su Constitución (de su Carta Magna) desde un plano estrictamente jurídico-administrativo, sino más bien a través de su constitución histórica. Qué es España depende de su intervención en la Historia Universal; idea ésta que debe ser entendida de un modo dialéctico. El cómo, el cuándo y el porqué de su constitución, así como su desarrollo histórico y sus efectos en el presente, son las claves para dar respuesta a dicha cuestión. España no es hoy un vestigio del pretérito y su significado y alcance no debe agotarse en su mera pertenencia a la Unión Europea; admitir esto resultaría una abdicación mucho más dañina. Al contrario, los efectos de su constitución histórica (conformación, si se quiere) permanecen vigorosos en el presente, siendo así que acaso sea más conveniente interrogarse, como señala Gustavo Bueno, más que por su esencia (o su ser) por su modo de estar en la Historia Universal. Esto exigiría necesariamente soslayar el manido dualismo intestino de las «Dos Españas» y examinar nuestra Historia manejando una escala superior, un plano más elevado (universal). De este modo, aquella disyuntiva circunstancial y específica a la que me refería al principio, monarquía o república, tal vez encontraría un para qué, un quicio más adecuado. O dicho de otro modo, quizá dejaría de estar fuera de quicio.
Francisco Javier Fernández Curtiella.