Se me ocurre que hoy puedo echarme al monte y hablarles de nuestra sierra. ¿Se han fijado que en las fotos antiguas de Cuenca los cerros adyacentes están absolutamente pelados de árboles? Y resulta curioso porque en esa época no existía el cambio climático y por aquí el capitalismo salvaje no había pasado ni se le esperaba.
La explicación reside en la necesidad que tenían nuestros antepasados en conseguir leña para calentar sus hogares, aprovechando los montes públicos para conseguirla gratis, lógicamente, esta escasez de pinos se hacía más patente conforme te acercabas a la ciudad.
Este fenómeno económico, llamado “efecto expolio” se da en numerosos bienes naturales de titularidad pública, como las explotaciones minerales de África o América o los caladeros de pesca; cuando el que tiene acceso a un recurso y lo explota no tiene su titularidad, tratará de sacarle el mayor partido de forma inmediata, sin importarle que este se acabe, ya que si no lo hace él, lo hará otro a continuación.
Si nos fijamos en nuestra ciudad, este fenómeno se produjo mientras nuestra madera era un bien preciado, o dicho de otro modo, mientras a nuestros abuelos les compensó conseguir la leña para calentarse aunque corriesen el riesgo de ser descubiertos y castigados por las autoridades.
Con el paso del tiempo, los avances tecnológicos sustituyeron la madera por otras maneras de protegerse del frío y restaron a nuestros montes de un valor que todavía nuestras autoridades no han sabido recuperar.
En los últimos días se ha despertado un debate sobre la utilización de los montes públicos, y he de decir que me sorprenden ciertas posturas defendiendo el modelo actual, ¡como si ahora nos fuese bien!, que el segundo municipio en masa forestal de Europa tenga una industria maderera testimonial no parece, desde luego, un ejemplo de gestión exitosa.
Gran parte de las críticas obedecen a un pensamiento bastante difundido, sobre todo en lo que respecta a los recursos naturales, que afirma que si los recursos son privados su dueño puede destruirlos. Esta idea, muy cinematográfica por otra parte, resulta en la realidad ridícula; nadie se compra un coche para estrellarlo a propósito. Ninguna persona, ni los más ricos, destruyen su patrimonio adrede, esto sólo lo hacen en algunas ocasiones los Estados, con nuestro dinero, claro.
No se puede explicar la decadencia de nuestra industria forestal si se obvia otro elemento propio de los sectores de titularidad pública como es la ausencia de la “destrucción creativa”, es decir, la capacidad para abandonar procesos productivos o mercados más atractivos por la falta de incentivos y porque, en muchas ocasiones, esa destrucción previa implica la eliminación de privilegios o derechos adquiridos.
No nos engañemos, el futuro de nuestro bien natural más importante no se solventa en una reunión entre el Alcalde y sus concejales, ni tampoco lo hará ningún diputado o consejero. Cualquier político que diga lo contrario está realizando un ejercicio de soberbia inútil y falaz, su verdadera misión es la de crear un marco favorable al emprendimiento, la creatividad y la inversión privada. Por desgracia, no hay nada tan poco rentable electoralmente.
Pablo Muñoz Miranzo
Twitter: @pablommiranzo