Ha aparecido recientemente un nuevo libro del filósofo Carlos M. Madrid Casado (Madrid, 1980): Laplace. La mecánica celeste -RBA, 167 págs.- que lleva por elocuente subtítulo la siguiente exclamación: ¡Este Universo funciona como un reloj!
La obra resulta ser, pero no solo, una semblanza del matemático francés Pierre-Simon Laplace (1749-1827). Y decimos no solo porque, como le ocurre a un Carlos Madrid que no es únicamente filósofo sino también matemático, el volumen que se distribuye por los quioscos es mucho más que una biografía. En efecto, en las páginas de este libro podemos asistir a la recreación del agitado ambiente científico que sirvió para tomar el camino abierto por Newton y dejar atrás definitivamente las turbulentas teorías de Descartes.
Laplace es, obviamente, el hilo conductor de una obra que pone el punto de mira en una época crucial en lo científico, pero también en lo político. No en vano, muchos fueron los hombres de ciencia, los sabios ya convertidos en científicos, que compatibilizaron laboratorios y tribunas con mayor o menor fortuna. Entre ellos destaca el brillante y astuto Laplace, crucial en el campo matemático pero no menos imprescindible en la construcción de un nuevo mundo en el que muchos hombres dejaron de ser vasallos para convertirse en ciudadanos.
Guillotinas, derivadas y enseres de laboratorio estuvieron tan involucrados en una revolución como las más sublimes ideas que la ilustran, por más que el más ingenuo idealismo ignore tales instituciones. Es en un tiempo tan convulso en el que Laplace fue capaz, en ocasiones recurriendo a ardides no precisamente limpios, de desarrollar una carrera que hoy sigue vigente en las aulas pero también en una vida medida en los nuevos patrones y magnitudes por él impulsados desde los aledaños de un poder al que siempre supo estar próximo.
Al margen de estas cuestiones, el centro de tan ameno libro lo constituye la gran aportación de Laplace en relación con la demostración de que el mundo, y ello al margen de que posteriormente sus aportaciones hayan sido cuestionadas, era mucho más estable de lo que se creía. El determinista Laplace, apartó del mundo la correctora y protectora mano del Dios con atributos de relojero que el teólogo Newton había incorporado a su Ley de Gravitación Universal.
El universo de Laplace espantaba los temores de un cataclismo cósmico. Dos siglos más tarde, los últimos días de 2012 han servido para ver hasta qué punto grandes áreas de “la generación más preparada de la Historia de España” y muchos de sus medios de información, entre bromas y veras, daban pábulo a la extravagante teoría maya del fin del mundo, si no en la estricta creencia de un colapso físico, en la fe en un giro espiritualista que acaso sea aún más infantil que los pavores del tiempo aludido. Contra semejantes delirios siguen siendo muy útiles tanto la nada supersticiosa obra de Laplace como el magnífico libro de Carlos Madrid.
Iván Vélez